No hay nada más profundo en el hombre que su propia piel, escribió el filósofo y poeta francés Paul Valéry. Es en la piel, a través de los tatuajes, donde el hombre perpetúa las marcas de su trayectoria, de su identidad, de sus emociones.
Los tatuajes cuentan historias ancestrales. Los patrones geométricos de la Polinesia simbolizan la identidad tribal y social de sus habitantes; los trazos toscos de la antigua Grecia (1100 a. C. a 146 a. C.) identifican a prisioneros, esclavos o criminales. Los dragones, las carpas y los tigres coloridos perpetúan los crímenes de los miembros de la mafia japonesa Yakusa. En Portugal, los tatuajes se asocian a la marginalidad, a la prostitución, al fado y a los marineros de la Lisboa bohemia de las primeras décadas del siglo XX.
Pero las más antiguas de las que hay registro tienen unos 5300 años de existencia y se especula que tenían fines terapéuticos. Pertenecen a Ötzi, el famoso «Hombre de Hielo» encontrado en los Alpes italianos en 1991. La momia conserva 61 tatuajes perfectamente visibles situados cerca de las articulaciones.
A lo largo de la historia, la tradición del tatuaje ha sido socialmente valorizada o reprimida, de manera alternada. Actualmente, el arte de tatuar el cuerpo se ha democratizado y se ha afirmado como una forma de expresión común y una práctica artística.
De acuerdo con la Agencia Europea de Sustancias y Mezclas Químicas (ECHA), aproximadamente el 12 % de los ciudadanos europeos tienen tatuajes, y este porcentaje se duplica en el rango de edad de 18 a 35 años. En EE. UU., se estima que el 24 % de los estadounidenses están tatuados.