Aunque a menudo no seamos conscientes de ello, el proceso creativo es algo que prácticamente está presente en todo lo que hacemos. Forma parte de la naturaleza humana. No todos nos apellidamos “da Vinci”, “Einstein” o “Newton”, pero lo cierto es que incluso en tareas más básicas como gestionar las cuentas domésticas, planificar las vacaciones o incluso mentir, la neurociencia cognitiva nos dice que crear forma parte de nosotros. Intrínsecamente.
La gastronomía molecular, una tendencia que invade cada vez más las mesas de muchos chefs, es también un ejemplo del maravilloso mundo del proceso creativo. En resumen, puede definirse como la “manipulación de ingredientes mediante técnicas que explotan sus propiedades físicas o químicas”. Suena complicado, pero, para simplificarlo, podemos afirmar que se trata de hacer, de forma científica, algo que siempre se ha hecho de forma más o menos empírica, abriendo un universo de nuevas posibilidades con el uso de técnicas y tecnología de vanguardia.
Pero hay que preguntarse: ¿es realmente tan importante en la práctica, desde el “punto de vista del usuario” (o del comensal, en este caso), entender la metafísica de la sopa de la abuela o de la incomparable mousse de chocolate que llevaba la tía a las fiestas de Navidad? ¿Entendemos cómo reaccionan químicamente las judías con la col dentro de la olla o el chocolate con las claras de huevo “a punto de nieve”? En realidad no, pero tan solo como consumidores del producto final. La cocina es, y siempre ha sido, molecular, porque en verdad todo lo que es materia está compuesto de moléculas y las reacciones químicas siempre han existido. Incluso en la riquísima sopa de la abuela que tenía el don de despertar los sentidos.